Es noche
cerrada y tras diez largas horas al volante, la mirada hipnótica se
pierde diluyéndose con las infinitas líneas de la carretera. Se
funde con las luces que se descomponen en incontables colores: El
silencio del habitáculo, la soledad de la noche, los indicadores del
salpicadero y el lento goteo de los kilómetros en el gps.
Con el
quejido del violoncelo de Dan Berglund de fondo, se corta como un
aullido la noche al dar alcance a “The Unstable Table & The
Infamous Fable”. Que quiebra como el lamento de la huida, la
serena templanza de Viaticum.
De vuelta a
casa tras unas necesarias vacaciones en la Italia, que de norte a
centro se pespuntea con diminutas excursiones: De Cuneo en el
Piamonte hasta Turín, pasando por Asti. Ese perderse entre hileras
de viñas de Nebbiolos y Barberas, alcanzando un flujo constante de
paz interior quasi religioso. Dejarse caer rodando por los
Apeninos sin rumbo fijo hasta Cinque Terre, para acabar estupefacto
ante la desmesura humana de La Spezia.
Volver tras
un tris tras de tres años a los aledaños de Bolognia, para
comprobar que el inmenso Sauce llorón de la entrada sigue ahí; ante
la casona rodeada de Sorgo y Remolachas. Y darse al abandono de la
contemplación, del cacareo de los Faisanes, y el planeo rasante de
insectos, que cada noche cenan con nosotros. No es por arrogancia
sino por costumbre, que entran como Pedro por su casa y se llenan la
copa, pica que te pica.
La historia
que se cuenta por el final, porque cuando uno deja atrás añoranzas,
casi siempre es el último aliento el que perdura. El que se queda
grabado como un fotograma, y el que sin saber cómo, acaba siendo el
icono de aquel año, la melodía, la imagen, el momento imborrable.
Y no es el
cansancio de un trayecto que se estira como un chicle. Cuando el
peregrinaje incalculable de cientos de viajeros tapona la sangrante
herida de Ventimiglia. Ese que tras dos largas horas de procesión
-en el que se te repenchan los mil kilómetros de trayecto- haciendo
la huida más suicida y autómata aun.
Sino una
especie de concentración de la que no eres más dueño que la
sinuosa carretera: La piernas están extraordinariamente frescas pese
a la distrofia de la que adolezco. Los brazos y las manos en una
postura de insólita comodidad. Y dejar atrás la A54, para
deslizarse por la autovía que pasa por Arles hasta remontar el
Ródano, cuando de repente suena “Tide of Trepidation”:
Una especie de sonata melancólica que me conecta directamente con
Astor Piazzola y su difuminado Buenos Aires. Tan insoportable la
melancolía, el abandono y la impenetrable noche, que ni la luna
llena que pende del cielo estrellado logra iluminarte.
Viaticum
tiene ese extraño poder: Nos atrae como las polillas a la luz
cuando es la negritud de sus compases la que nos empuja a una sima
sin fondo. Haciéndose dueño de antiguos actos de recelo y
suspicacias. Y Dando sentido a toda la obra, llevándose de un soplo
tantos miedos por cruzar el umbral.
Allí dentro
hay otro mundo, que poco o nada tiene que ver con aquel JAZZ, y el
terror infundado a verse aplastado por los años. No hay paciencia
sino serenidad, ni delicadeza, solo acierto instintivo y natural. Un
organismo vivo que se rige como las mareas por la luna y las
estrellas, por los ciclos naturales y por los impulsos animales.
Tide of
Trepidation es de un gancho amable que te acuna, cierto. Una
prueba iniciática necesaria, para abrirnos paso hasta los arrabales
de “Eighty-eight Days in my Veins”: Un paseo por patios
andaluces de pámpanos colgantes, viñas que se retuercen por los
alambres y se contorsionan como bailarinas, estrechádose hasta
llegar al pozo cercado de claveles rojos. La Escandinavia cálida que
Esböjrn tejió tres años antes de su muerte, atizando la llama de
sus dos consortes. Algo tan aparentemente natural, que emociona.
No hay sueño
capaz de doblegar tus párpados, cuando tu anhelo por cruzar la
frontera es tan intenso como lo que se va quedando atrás. Te vuelves
hacia dentro como el corazón de un pulpo agónico, y tus ojos con él
te ven en el borde de la piscina. Allí, mirando despreocupado el
tiempo que se detiene; un amaro agridulce en una mano, y un cigarro
en la otra. “The Well-wisher” suena a inciso tropical;
diabólicamente corta. Aflojas los brazos y te dejas llevar por el
ritmo del agua, de la respiración #expulsas por la nariz, dos
brazadas, las piernas tan ligeras y ágiles como en el pasado, y no
hay cansancio...
Sin
alcanzarlo a explicar con una lógica teórica, podrías estar en dos
sitios a la vez; conduciendo camino a casa, y tumbado en una hamaca
esperando a cuartearte bajo el sol. De echo lo estás. Puedo sentir
la música de la Pompa Magna, y la delicia de ese Marchesi di Gressy
erosionar mi paladar con guindas, bayas y los pétalos revolotear en
mi boca como mariposas. Esa misma sensación equívoca de “The
Unstable Table & The Infamous Fable” que arranca floreada
hasta postrarse en pleno quejío flamenco; hondo, extasiante,
en pleno equilibrio con el PostRock más pétreo y el Jazz
multicolor. Se siente a cada corte el hilo de un viaje que te
recorre, Viaticum no se entiende si no se cae de lleno en él. Solo
así, uno puede hacerse a la idea de lo que supone la obra en toda su
extensión.
Cuando
alcanzas “Viaticum” en pleno ecuador, se entiende el
mismo, como la poesía que alberga paso a paso. Una rendición,
redención. Una derrota en toda ley, que extenuada se despliega con
su piano arropado por la caricia de las escobillas, que se
arremolinean como alados bombeando con el contrabajo.
La noche se
sostiene por un hilo de piano que se afloja y tensa por cada golpe de
acelerador. La luna inmensa y resplandeciente rebota sobre las aguas,
y el camino se congela por un segundo interminable. - Es ese el
poder secreto del Jazz? La digestión tranquila que uno necesita
con los años de atracones, de velocidad adolescente, de tragar y
regurgitar para seguir comiendo. La que hace que esas mismas
filigranas que lo alejan del Jazz catedrático, lo enraícen también
en los posos que dejaron tantas horas de músicas polifónicas
pasadas.
“Letter
for the Leviathan” tiene ese mismo don contorsionista para
mecerse según sopla la ventisca. Enderezarse flamenco en un último
baile a la muerte. Y disiparse como las columnas de mosquitos sobre
los árboles, para volverse a colocar en perfecta y armónica
formación. Cuando llega “A Picture of Doris Travelling with
Boris”, los dedos de Esbjörn ya vuelan sobre el piano
mostrando porqué el Jazz puede ser tan maleable como anquilosados
los términos que lo intentan acorralar.
La música
como las vivencias y los instantes que las ilustran, nos han llevado
por caminos inverosímiles: Las que hemos aceptado como propias y de
las que hemos renegado como niños malcriados. De malas y buenas
experiencias hemos aprendido a improvisar rectificando la
trayectoria, tapando zanjas y tendiendo puentes sobre abismos. La
música, sobretodo, me ha enseñado a darle forma e incluso con
herramientas tan etéreas como los sentimientos y la pasión. A algo
tan intangible y variable como la misma presión atmosférica o los
elementos.
Quizás por
eso no sabría explicar tal o cual melodía con un simple adjetivo,
exclamación o teoría. Si todo fuera tan fácil en la vida, sería
tan y tan aburrida como los patrones. Pasaríamos por este mundo como
quien ojea en el estante de unos almacenes buscando su talla
#L,M,XL,XLL. Y así sigo, a la deriva de las nebulosas que pasan y se
van dejando heridas; y nosotros todavía sin saberlo. Pensando en el
mañana, cuando el presente se nos cuela por entre los dedos y el
aire agujerea nuestro torso.
VIATICUN
apareció como un fantasma en pleno viaje, se agarró a las ruedas
del coche y se subió en marcha. Desde entonces no vuelve a sonar
igual, y no porque fuera el primero, el determinante ni mucho menos.
De pequeñas apariciones está poblado el camino del caminante. Solo
hay que caminarlo, hacerlo y deshacerlo, aprender y desaprender para
medianamente entenderlo.
No hay que
obsesionarse si no se comprende. Podría volver sobre mis pasos y
desde el principio, narrar de nuevo el instante, la aparición; y
nunca sería igual. Citar todo a lo que me recuerda y que se me viene
encima como un Tsunami, y ser incapaz de cazarlo al vuelo, acotarlo,
enjaularlo y resumir en un: - Esto es Jazz, y a otra cosa mariposa.
ESBJÖRN SVENSSON TRIO hicieron de ese término, la misma libertad
que lo define. El siguiente paso, el ramificarse y sembrar nuevos
objetivos; la libertad y la inspiración del instante. El chispazo y
la pólvora que corría sin temor a la deflagración.
Como el Kind
of Blue de Miles Dives, el A Love Supreme de John Coltrane, el Waltz
for Debbie de Bill Evans & Co., o el popular Time Out de The Dave
Brubeck Quartet. El trío Sueco debería entrar a formar parte del
abecedario Jazzístico, por lo menos de aquel que nos abre las
puertas, a temerosos y afectados por la modernidad. Ellos hicieron
suyo, un sonido tan propio, como evocador el perfume que flota tras
su escucha: Rock, electrónica, folklore, experimentación... música
universal y punto.
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