miércoles, 9 de septiembre de 2015

ESBJÖRN SVENSSON TRIO/VIATICUM: DEBORANDO MILLAS ESCUALICAPITULADAS.



Es noche cerrada y tras diez largas horas al volante, la mirada hipnótica se pierde diluyéndose con las infinitas líneas de la carretera. Se funde con las luces que se descomponen en incontables colores: El silencio del habitáculo, la soledad de la noche, los indicadores del salpicadero y el lento goteo de los kilómetros en el gps.
Con el quejido del violoncelo de Dan Berglund de fondo, se corta como un aullido la noche al dar alcance a “The Unstable Table & The Infamous Fable”. Que quiebra como el lamento de la huida, la serena templanza de Viaticum.

De vuelta a casa tras unas necesarias vacaciones en la Italia, que de norte a centro se pespuntea con diminutas excursiones: De Cuneo en el Piamonte hasta Turín, pasando por Asti. Ese perderse entre hileras de viñas de Nebbiolos y Barberas, alcanzando un flujo constante de paz interior quasi religioso. Dejarse caer rodando por los Apeninos sin rumbo fijo hasta Cinque Terre, para acabar estupefacto ante la desmesura humana de La Spezia.
Volver tras un tris tras de tres años a los aledaños de Bolognia, para comprobar que el inmenso Sauce llorón de la entrada sigue ahí; ante la casona rodeada de Sorgo y Remolachas. Y darse al abandono de la contemplación, del cacareo de los Faisanes, y el planeo rasante de insectos, que cada noche cenan con nosotros. No es por arrogancia sino por costumbre, que entran como Pedro por su casa y se llenan la copa, pica que te pica.
La historia que se cuenta por el final, porque cuando uno deja atrás añoranzas, casi siempre es el último aliento el que perdura. El que se queda grabado como un fotograma, y el que sin saber cómo, acaba siendo el icono de aquel año, la melodía, la imagen, el momento imborrable.

Y no es el cansancio de un trayecto que se estira como un chicle. Cuando el peregrinaje incalculable de cientos de viajeros tapona la sangrante herida de Ventimiglia. Ese que tras dos largas horas de procesión -en el que se te repenchan los mil kilómetros de trayecto- haciendo la huida más suicida y autómata aun.
Sino una especie de concentración de la que no eres más dueño que la sinuosa carretera: La piernas están extraordinariamente frescas pese a la distrofia de la que adolezco. Los brazos y las manos en una postura de insólita comodidad. Y dejar atrás la A54, para deslizarse por la autovía que pasa por Arles hasta remontar el Ródano, cuando de repente suena “Tide of Trepidation”: Una especie de sonata melancólica que me conecta directamente con Astor Piazzola y su difuminado Buenos Aires. Tan insoportable la melancolía, el abandono y la impenetrable noche, que ni la luna llena que pende del cielo estrellado logra iluminarte.
Viaticum tiene ese extraño poder: Nos atrae como las polillas a la luz cuando es la negritud de sus compases la que nos empuja a una sima sin fondo. Haciéndose dueño de antiguos actos de recelo y suspicacias. Y Dando sentido a toda la obra, llevándose de un soplo tantos miedos por cruzar el umbral.
Allí dentro hay otro mundo, que poco o nada tiene que ver con aquel JAZZ, y el terror infundado a verse aplastado por los años. No hay paciencia sino serenidad, ni delicadeza, solo acierto instintivo y natural. Un organismo vivo que se rige como las mareas por la luna y las estrellas, por los ciclos naturales y por los impulsos animales.
Tide of Trepidation es de un gancho amable que te acuna, cierto. Una prueba iniciática necesaria, para abrirnos paso hasta los arrabales de “Eighty-eight Days in my Veins”: Un paseo por patios andaluces de pámpanos colgantes, viñas que se retuercen por los alambres y se contorsionan como bailarinas, estrechádose hasta llegar al pozo cercado de claveles rojos. La Escandinavia cálida que Esböjrn tejió tres años antes de su muerte, atizando la llama de sus dos consortes. Algo tan aparentemente natural, que emociona.
No hay sueño capaz de doblegar tus párpados, cuando tu anhelo por cruzar la frontera es tan intenso como lo que se va quedando atrás. Te vuelves hacia dentro como el corazón de un pulpo agónico, y tus ojos con él te ven en el borde de la piscina. Allí, mirando despreocupado el tiempo que se detiene; un amaro agridulce en una mano, y un cigarro en la otra. “The Well-wisher” suena a inciso tropical; diabólicamente corta. Aflojas los brazos y te dejas llevar por el ritmo del agua, de la respiración #expulsas por la nariz, dos brazadas, las piernas tan ligeras y ágiles como en el pasado, y no hay cansancio...

Sin alcanzarlo a explicar con una lógica teórica, podrías estar en dos sitios a la vez; conduciendo camino a casa, y tumbado en una hamaca esperando a cuartearte bajo el sol. De echo lo estás. Puedo sentir la música de la Pompa Magna, y la delicia de ese Marchesi di Gressy erosionar mi paladar con guindas, bayas y los pétalos revolotear en mi boca como mariposas. Esa misma sensación equívoca de “The Unstable Table & The Infamous Fable” que arranca floreada hasta postrarse en pleno quejío flamenco; hondo, extasiante, en pleno equilibrio con el PostRock más pétreo y el Jazz multicolor. Se siente a cada corte el hilo de un viaje que te recorre, Viaticum no se entiende si no se cae de lleno en él. Solo así, uno puede hacerse a la idea de lo que supone la obra en toda su extensión.
Cuando alcanzas “Viaticum” en pleno ecuador, se entiende el mismo, como la poesía que alberga paso a paso. Una rendición, redención. Una derrota en toda ley, que extenuada se despliega con su piano arropado por la caricia de las escobillas, que se arremolinean como alados bombeando con el contrabajo.



La noche se sostiene por un hilo de piano que se afloja y tensa por cada golpe de acelerador. La luna inmensa y resplandeciente rebota sobre las aguas, y el camino se congela por un segundo interminable. - Es ese el poder secreto del Jazz? La digestión tranquila que uno necesita con los años de atracones, de velocidad adolescente, de tragar y regurgitar para seguir comiendo. La que hace que esas mismas filigranas que lo alejan del Jazz catedrático, lo enraícen también en los posos que dejaron tantas horas de músicas polifónicas pasadas.
Letter for the Leviathan” tiene ese mismo don contorsionista para mecerse según sopla la ventisca. Enderezarse flamenco en un último baile a la muerte. Y disiparse como las columnas de mosquitos sobre los árboles, para volverse a colocar en perfecta y armónica formación. Cuando llega “A Picture of Doris Travelling with Boris”, los dedos de Esbjörn ya vuelan sobre el piano mostrando porqué el Jazz puede ser tan maleable como anquilosados los términos que lo intentan acorralar.


La música como las vivencias y los instantes que las ilustran, nos han llevado por caminos inverosímiles: Las que hemos aceptado como propias y de las que hemos renegado como niños malcriados. De malas y buenas experiencias hemos aprendido a improvisar rectificando la trayectoria, tapando zanjas y tendiendo puentes sobre abismos. La música, sobretodo, me ha enseñado a darle forma e incluso con herramientas tan etéreas como los sentimientos y la pasión. A algo tan intangible y variable como la misma presión atmosférica o los elementos.
Quizás por eso no sabría explicar tal o cual melodía con un simple adjetivo, exclamación o teoría. Si todo fuera tan fácil en la vida, sería tan y tan aburrida como los patrones. Pasaríamos por este mundo como quien ojea en el estante de unos almacenes buscando su talla #L,M,XL,XLL. Y así sigo, a la deriva de las nebulosas que pasan y se van dejando heridas; y nosotros todavía sin saberlo. Pensando en el mañana, cuando el presente se nos cuela por entre los dedos y el aire agujerea nuestro torso.
VIATICUN apareció como un fantasma en pleno viaje, se agarró a las ruedas del coche y se subió en marcha. Desde entonces no vuelve a sonar igual, y no porque fuera el primero, el determinante ni mucho menos. De pequeñas apariciones está poblado el camino del caminante. Solo hay que caminarlo, hacerlo y deshacerlo, aprender y desaprender para medianamente entenderlo.
No hay que obsesionarse si no se comprende. Podría volver sobre mis pasos y desde el principio, narrar de nuevo el instante, la aparición; y nunca sería igual. Citar todo a lo que me recuerda y que se me viene encima como un Tsunami, y ser incapaz de cazarlo al vuelo, acotarlo, enjaularlo y resumir en un: - Esto es Jazz, y a otra cosa mariposa. ESBJÖRN SVENSSON TRIO hicieron de ese término, la misma libertad que lo define. El siguiente paso, el ramificarse y sembrar nuevos objetivos; la libertad y la inspiración del instante. El chispazo y la pólvora que corría sin temor a la deflagración.
Como el Kind of Blue de Miles Dives, el A Love Supreme de John Coltrane, el Waltz for Debbie de Bill Evans & Co., o el popular Time Out de The Dave Brubeck Quartet. El trío Sueco debería entrar a formar parte del abecedario Jazzístico, por lo menos de aquel que nos abre las puertas, a temerosos y afectados por la modernidad. Ellos hicieron suyo, un sonido tan propio, como evocador el perfume que flota tras su escucha: Rock, electrónica, folklore, experimentación... música universal y punto.



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