jueves, 29 de marzo de 2018

WHYTE HORSES_EMPTY WORDS_2018: LA SENSIBILIDAD DE LO NADA ESTRICTO, Y EL RIGOR ALTERNATIVO




Me calzo mis zapatillas, mis pantalones baratos y mi vieja camiseta calada de la Escola de Basket de la Penya; que curiosamente, todavía me viene. Entro decidido. Y al montarme en la bicicleta estática del gimnasio donde solo los obsesos de la obesidad y mayores, hacen kilómetros non stop. Y pese a que tras la pared contigua, el chumba chumba del spinning se hace dueño del silencio. Mi desconexión total es tal, que sin la necesidad de ningún auricular, la cadencia de bonanza melódica es lo único que necesito para marcar mi ritmo: más lento, rápido, o constante.


La mayoría necesitan un estímulo vigoroso, y hasta me atrevería, estresante. Para centrifugar la ansiedad diaria y convertirla en músculos, biceps y calorías en combustión.
Pero yo, sin embargo, soy capaz de blanquear la mente con mis pasados recuerdos ciclistas de hace treinta años. E imaginar que transito entre las retorcidas curvas de La Conrería, subiendo los repechos de Sant Feliu de Codina en El Cim de las Aligas, o bajando cuesta abajo hasta donde me estimbé con la roca de Sant Romà.
Pedaleos circulares de altos desarrollos que sin quererlo hacen de mi ejercicio, una especie de paseo. Del que mis tres años de entrenamiento, no solo hacen olvidarme de mis dolencias congénitas de rodillas atrofiadas, sino que me convierten en un observador anónimo de la fauna de gimnasios. Suena la música… como un tintineo del trineo de ese tío de la barba blanca, o mejor: El excitante sonido de los engranajes de las coronas en contacto con la cadena en precisión japonesa.

Las canciones nuevas de la banda de Manchester no lo son tanto. No son nuevas o sí, pero mantienen esa misma idiosincrasia de pantalón de franela picante y lana, que te atraviesa el pecho como una urticaria deliciosa y juguetona.

Son y debieran ser por siempre, la manera de tejer el Pop militante como una niñería que a sabiendas de que no debieras. Tú te sigues comiendo las uñas, te muerdes esa piel reseca del labio y sigues, abusando de las golosinas prohibidas por la simple adicción del azúcar ácido. Una manera más de seguir sintiéndote adolescente por un momento más o menos controlado, pero contínuo por antojo. ¿a caso no hay en la vida algo más excitante que hacer lo que te reclama el corazón? Seguramente por eso, es por lo que con EMPTY WORDS entre mi pecho, mi condición popera se reafirma.  


                                       ***************


Un disco que sin apenas variar el discurso más que obvio, premeditado y totalmente consciente de aquel capricho de Dom Thomas (Finders Keepers, B Music).
Que continúe dos años más tarde insistiendo en hacer que el Pop de los 60 suene con entidad en la más absoluta independencia. Tan solo puede ser por puro altruismo, divertimento o mero empeño en dejar constancia de...: Eso de que para que las cosas sean creíbles no vale con el antojo, sino que hay que hacerlas a todo color, con una buena encuadernación y a ser posible sentarse a explicarlas.
El nuevo disco de la bulliciosa banda de Dom y Julie Margat tiene todo eso, e incluso tiene lo más importante: Dieciséis canciones capaces de soportar el peso de un sonido casi de “culto” (o que no pretende cambiar), hacer canciones de pop de 4 y 5 minutos sin resentirse, y ser un disco tan digerible como una ensalada fresca recién cosechada.





Si pensaste quizás como yo por un instante, que su debut pudiese pecar de los atributos de una franquicia musical de teatro revival navideño; nada más lejos. Con este segundo trabajo del que a primera vista solo se puede extraer una conclusión como: ¿eran necesarias tantas canciones? El… ¿no suena igual que el anterior?
Todas justificadas supongo.

Igual deberías dejar el ritmo del pelotón y descolgarte al rebufo como Marino Lejarreta, y comprobar que dentro de ese rodar de Pop adolescente, hay un sentido amplio, paisajístico y cuidado, de una intención más o menos clara. La de empeñarse como Iam Button en Papernut Cambridge en recuperar un sonido y una época, por encima del concepto idealista de una banda de condicionantes atributos. Y hacerlo para más inri con una concepción pop de cortes rectos y entallados sin trampa ni cartón



Counting Down the Years” prosigue prácticamente el hilo de su anterior primer gran temazo en aquel Pop or Not del 2016: “Snowfalls”. Es esa misma inocencia heredada del sello Le Grand Magistery y sus acólitos, y de esos primeros discos de April March con una manera de entender el Pop directamente conectado a los 60 sin disimular en absoluto su querencia por The Ronettes o Shangri-las.
Solo que en este nuevo trabajo la sección de cuerda reviste de terciopelo el recibidor y planea por casi todo el álbum:

Never Took the Time” es mágica y dulce como aquellas canciones de Brian Wilson que hacen que el amor brote como en un aspersor. Otras que tiñen de western urbano aquí y allá haciendo de esta colección, un paseo más ameno y disfrutable; más que nada porque la autenticidad de su sonido solo echa mano de una fórmula muy sencilla. Por eso “ Greatest Love in Town” y la maravillosa “Fake Protest Song” (de nuevo con los coros de St Bart), tienen hasta cierto punto un toque exótico que nos puede recordar incluso a Vainica Doble.

Hay preámbulos y separadores de colores en plástico, como los de los carpesanos de tu cole. Que como capítulos, nos insuflan aire para disfrutar a las mil maravillas de bocados como “Empty Words”: Canciones de apenas dos minutos que hacen que este disco igual que el anterior, contenga esos reclamos que lo hacen irrepetible.
Any Day Now” junto a “The Best of It”; cantada por La Roux. Son dos pedazo de inSOULaciones que igual conectan a George Harrison con Randy Newman, o a Gloria Jones con Labi Siffre; desde una perspectiva infinitamente Pop, ojo.
Pero hay algo más que antes. Hay otra manera de estructurar el disco e ir poco más allá del mero pop. Y desde luego, para creerse un poquito más los discos o lo que nos intentan transmitir, es esencial que al escucharlos tengan cierto sentido o estructura de historia, más allá de canciones pegadizas, acertar con lo que busca el público (modas) y por supuesto tener cierto éxito.
Imagino que el echo de que con su primera grabación prescindieran absolutamente de cualquier promoción, gira o difusión al uso. Éste su segundo disco, es un poco creerse su posibilidades y perfeccionar igual lo que se quedó la primera vez fuera por timidez. Así que supongo, se pueden observar como dos partes donde todo queda igual en los siete primeros cortes: Un disco pop más o menos al uso, igual incluso un poco discreto.
Y no es hasta la estrafalaria “Watching Tv”, cuando la tortilla se gira e irrumpe el indiedance de fragor scalidélico; que bien podría verse representado por el “Love Up” de Paris Angels. O un pasito más adelante, con el adictivo “Snowplough” de Saint Etienne: Dos canciones y sobretodo esta última, que tienen en común esa parte dance de lisérgia etílica, que abordó el boom alternativo en el Reino Unido y que aquí se acotó a la inexistencia, en sectas muy reducidas.
La parte final de Watching Tv tiene esa parte de disco/psicodélica que en España apenas existió. Ese loop tan Happy Mondays que llevaron las sustancias, a perder un poco de vista el espíritu indie nativo hacia otros territorios. Pero que también forma parte de nuestra historia.
Watching Tv” como lanzador en plena final olímpica de los 10.000, y “Ectasy Song” como victorioso Zatopek. Son dos temas que cambian el registro del disco. Con las anteriormente citadas “The Best of It”, “Fake Prtest Song”, “Dawn Don’t You Cry” sería la otra gran canción del disco que conecta con aquella época de Lightneen Seeds, The Dylans, Happy Mondays o el Up to Our Hips de los Charlatans.
Y que pone punto final con algunas de las joyas de este fondista disco: “Ride Easy”, “Nightmares Aren’t Real” o “Fear is a Such...”:
Tres canciones que guardan para el final, esa intención de escuchar un disco largo de narices. Pero tan digestivo y deliciosamente intrascendente, como ese chupetón a un Calippo de limón en pleno verano.

Una disco para consumir como perfecta banda sonora en pos de la contemplación, de la tonta agitación primaveral, del ritmo hipnótico de la disgregación cerebral, y muy cerquita de la felicidad. La mía por lo menos.


miércoles, 7 de marzo de 2018

BELLE AND SEBASTIAN_If You're Feeling Sinister/1996 y... ESOS DISCOS QUE SONABAN TAN POP





Para que estos inviernos no sean tan inviernos, hacen falta canciones tan candentes como las ascuas de la chimenea de la casa vieja de la abuela. Que como miradas penetrantes, te hipnotizaban iluminando los días grises y oscuros. Pelando castañas con las piernas ancladas a una vieja mesa redonda cubierta de una recia tela, y un brasero debajo que te coja bien los pies.

Pero para el caso, me es suficiente con ese puñado de canciones del If You're Feeling Sinister y el Tiger Milk; ambos del 96.
Con ellos viajo en coche cada cuatro días (y un Sábado) a casa de mi madre para cuidarla cada noche y de rebote al pasado, pasando lista de mis viejos discos. Un propósito que se me lanza encima desde atrás, cada inicio de año:
Una sensación liberadora de tener algún tipo de compromiso con el recuerdo, el pasado, o el sentirse igual un año más viejo. Y tener la obligación (o necesidad) de cumplirlo a toda costa.
Esta vez he tenido un ataque de Pop mayúsculo. Más del que jamás imaginara; teniendo en cuenta lo poco que echo mano de él últimamente. Pero fue una noche de finales de verano. Un Septiembre de 1997 acampados en la Plaça del Rei bajo la luna melosa del final del verano; donde tan bien se acomodaban las pequeñas bandas hiperdesconocidas para la gran masa que todavía se aferraba al BritPop. Un sitio tan único, intimo y egoistamente hablando: NUESTRO. Que jamás a vuelto a ser lo que fue en aquellos dos/tres años (1996,97 y 98 a lo sumo). De echo, creo que todos sabíamos por entonces que aquellas noches atentas de acústicas perfectas y familiares, iban a ser fugaces inauditas y hasta legendarias.

Le hablas a cualquiera de una banda escocesa llamada BELLE & SEBASTIAN que apenas si reunía a 100 personas el día que tímidamente asaltaban territorios de imperios coloridos, pistas de baile y dilemas entre guitarras o electrónica. Y a día de hoy resultaría inverosímil imaginar la posibilidad de volverlas a ver allí. Es más, ahora la casi desconocida Plaça del Rei ya dejó de ser aquel reducto selecto y minoritario, a cambio de espacios amplios y vacíos de caliu.
La banda escocesa tomó otro camino, el lógico supongo. Que era hacer que aquellas sonatas autobiográficas para quien los escuchaba. Fueran ecuánimes y escaparan del reducto estrictamente popero, para conquistar los grandes escenarios; coto del indie, del rock y de la electrónica visual. Se publicó The Boy with the Arab Strab/1998, y para cuando quisimos acordar... Belle & Sebastian actuaban en el escenario principal del FIB, poniendo purpurina y baile a más o menos esas primeras canciones de ralentí acústico. Aunque carentes del intimismo y la pureza de esas primeras ejecuciones. Tanto, que incluso el disco que los catapultó también ha sido un damnificado para con el tiempo y la modernidad:
Hace escasas semanas la afamada e influyente Pitchfork, corregía el 0’8 que le otorgaron, por un 8’5. Evidenciando el quid de la cuestión de estos párrafos (sus dos primeros discos ni siquiera merecen una nota): ¿es acaso el tiempo el verdadero juez de nuestros maleables hábitos?


Hoy la mañana ha amanecido gélida. Tanto que el reflejo de los árboles se ha cuarteado en el charco junto a mi portal. Y ya no solo patinan mis neuronas y la pareja campeona de Pyeongchang. También lo hacen la abuelas madrugadoras sobre los pasos de cebra, los niños cuesta abajo, y hasta las urracas sobre las tejas del vecino. Y es aquí donde vuelve a entrar como por un mecanismo aquel disco. En la sinfonola que tenemos por cabeza, los que medimos e ilustramos el tiempo en forma de canciones.

Hablar justo ahora de If You're Feeling Sinister, cuando su último disco ha borrado todo rastro de aquel día; incluso de si mismos. No es revancha sino al contrario.
Es alabanza para aquellas tantas bandas que a fuerza de torcer su trayectoria, la sentencia es tan firme, que se empeña en dilapidar de un plumazo su existencia y hasta su importancia vital en un momento dado; el mío más íntimo.
La medida del tiempo es fulminante. Y aunque la dictatorial hegemonía de la actualidad y la novedad no deje más escapatoria que la de un “clear cmos” espiritual; para mirar atrás y así intentar entender el presente. Al final, la retórica de la música son aquellos discos que se convierten por mérito propio en unidad de medida de un tiempo, o de tu misma vida.
Por eso, no es ensalzar por pasión, devoción o trascendencia un puñado de canciones. Sino relatar el significado de las mismas, igual que un negativo tu recuerdo, aun especulando con la distorsión de tu melancolía.


The Stars of Track & Field:
Comienza a girar como un susurro. La apariencia quebradiza y casi desvitaminizada de Stuart Murdoch con su camisa blanca y pantalones de estudiante de privada. Y sin embargo son sus crescendos que nunca acaban de explotar, los que dotaron de una marca a este combo numeroso con apariencia de tímidos insufribles.
Esa idea de banda pop atípica que parece por primera vez, mostrar con orgullo el origen musical de los institutos, las corales y la idea de una banda como algo más colectivo y verdaderamente grupal. Y que en
Seeling Other People
Otorga el protagonismo a un piano, el de Chris Geddes. En una canción que empieza a no disimular su adoración a Love, y esa especie de northernsoul que se arrima más al folk de cámara que al pop estrictamente. Esa concordia en la que cada instrumento suma y no se inmiscuye, de manera totalmente intencionada. Y que rige prácticamente solo a este disco; por lo menos de la manera y la naturalidad con el que lo consiguieron.

Me and the Major fue el single por antonomasia y unanimidad. Sin embargo no sería esa canción que te pondrían en plena noche, en el local más popular de la ciudad para llenar la pista.
El indie, el grunge y el triunfal britpop de masas ya, hacían de Oasis y Blur, dos objetos mediáticos al nivel de Nirvana y Rage Against the Machine.
Radiohead estaban cocinando su disco más universal y el que los convertiría en intocables. Dos facetas: la tumultuosa, y la más introspectiva y espiritual. Y Belle and Sebastian tan solo era esa banda pop que hacía gala justo de lo opuesto. Igual que les pasara a Housemartins, de la que se alimenta sin disimulo esta canción y a los que todos consideraban divertidos y simpáticos, pero jamás tomados en serio por el ingenio de su innata “sencillez”.
Una canción que además de tremenda. Tiene esos finales de armónica que van tomando el timón del canal. Sobresaliendo del plano natural del conjunto a ritmo de chucuchú de Barrio Sésasmo. Y haciendo que sean pocas en el contexto del Pop hiperbtitish, las que brillen de esa desenfadada forma.
Like Dylan in The Movies parece esa tontería de canción, una más de tantas. Ellos no eran esa banda que viniera a dotar de solemnidad y protagonismo el Pop. De echo, si por algo brilla con tal diferencia el Pop, es por la sencillez.
Pero la sensibilidad amigos… La manera de hacer sonar a ocho músicos como una orquesta de plena discreción, como una caricia que conjunta todo y de la que puedes diferenciar cada instrumento, cada detalle, los crujidos de las cuerdas, y el susurro? En serio, solo este disco; absolutamente.
Pocos Lp’s tan disfrutables de principio a fin, sin estridencias. Homenajes perfectos a los guisos y platos cocinados con calma y eternidad. Con canciones de práctico casi acapella como la mullida Fox in The Snow de la que hay mucho tirón del brazo por la que hallar una excusa y hablar no ya de Belle and Sebastian, sino de un disco que resume un momento de la vida que se crisalizó. Y del que basta con darle al Play, para que se reproduzca fotograma a fotograma ese momento exacto, milimétrico e instantáneo.
Ataques de pop veinteañero con los que cambiar un pasodoble de fiesta de pueblo, por los de un agarrado con Get Me Away from Here, I’m Dying sonando. Esa especie de Blues colegial, la omnipresencia de Isobell Campbell y Sarah Martin, ambas celestiales e imprescindibles para conseguir en el silencio sepulcral, que aquel disco sonara tal y como se desliza por tus pabellones auditivos hasta tu ánima vibráfono: Delicado, detallado, endeble pero tremendamente sensual, y sensorial.

El acaparador murmullo de la calle a caballo de la guitarra, que alza el telón titulando If You’re Feeling Sinister:
Casi puedes revivir tu infancia de nocilla de cola cao con aceite. El vive calle y come tierra con pedradas. El salvajismo innato de tu barrio de periferia y descampados. La fauna terrorífica del trauma sibilino, deslizante y cotidiano de tu futura fortaleza. Y el despegue aereotransportado de tu imaginación tal y como suenan los teclados finales de Mayfly.
Esas pocas y aisladas veces por las que la música habla de ti con tu misma convicción. Y que aunque se crea que es algo generalizado, uno sabe que no siempre. Que solo son las que te acurrucan cada noche a oscuras y abrazado a la almohada, sintiendo que The Boy Done Wrong Again se concibió exactamente para ese fin.

Sinceramente creo que pasados esos largos veintidós años, que bien podrían ser otra juventud nueva. Y que el fondo son ya tu madurez adulta de padre, hijo miseriAcorde y reflexivo oteador. Solo puede acudir a ese tipo de discos, con las distancias y la prudencia de quien vuelve a visitar ese lugar que provocó ese antes y después letal.
No fue un día de revelación o de experiencia inolvidable, no. Fue tan solo una definición un tanto etérea y prácticamente inaudible. Que hace que pasados los años, sepas que sucedió así seguramente porque la arbitrariedad tiene eso: Que se mezclan, cruzan y coinciden reacciones más propias de las lunas, que de cualquier explicación teórica o química; benditas anomalías. Y si fue Judy and the Dream of Horses la última que sonó, seguramente no fue porque iba a ser esa la elegida; el amor de tu días. Tan solo porque los recuerdos casi siempre tienen una instantánea, que difícilmente pueda ser igualada a la hora de describir una noche con sus sonidos, conversaciones, miradas y olores con la misma exactitud, lujo de detalles… Y con muchas menos palabras.
Con tan solo diez canciones y cuarenta y pocos minutos. Que resumen una noche de final de verano en la que Belle and Sebastian sonaron como jamás lo volverían a hacer.
LIVE 1998

domingo, 25 de febrero de 2018

23è MINIFESTIVAL DE MÚSICA INDEPENDENT DE BARCELONA_17/02/2018





No hay mejor manera de acabar la semana y mes, que con la palpitante sensación de haber vivido un momento que desde ya se presiente inolvidable. Y cuando es la medida de una semana a... Parece ser el final de unos cien metros lisos hechos 1500.
Una nueva edición de uno de los pocos sino el único, evento de Barcelona, que mantiene intacto el espíritu de los 80/90's de “indie” con pedigrí: Cuando con poco se hacia tanto; supliendo los pocos recursos por pasión. Y comprobar sobre el terreno, que pese a tener unos carteles de lujo y sufrir la ausencia de público estas dos anteriores ediciones en su peregrinación a la magnífica Capsa del Prat. Su regreso tirando de malabares económicos sin cubrir gastos, ha supuesto un éxito rotundo de talento programador, de público apasionado y de músicos emocionados.


Y es que tiene mucho mérito seguir al pie del cañón, sin más recursos que la imaginación de un grupo de apasionados. Y conservar cada año su filosofía ecléctica intacta, y además reforzada. Reuniendo a un puñado de músicos entre lo prometedor, lo icónico y lo atrevido; si tenemos en cuenta lo económico “de tot plegat”. Y la calidad de sus directos, cuando no es el entertainment el que dirime en el dilema del resultado final, y lo más importante: La capacidad para sorprendernos y enseñarnos, sin caer en lo pretencioso.
Porque tampoco es necesario graduarse en el rock alternativo de los 90, para dejar escapar la oportunidad de ilustrarse sobre el mismo; pues a todo no se debería llegar. O como es mi caso: Esperar que tengan la ocasión para destapar ese baúl de las esencias, y dejarnos llevar prácticamente a tientas para no generarnos expectativas; que al final vienen a ser prejuicios.
COLLEEN GREEN fue la que me dio la bienvenida. Pues he de admitir que me perdí a Edurne Vega, Mareta Bufona y Marta Knight por problemas de logística. Pero que ya desde el momento de formar parte del cartel merecen toda mi atención; nada es porque sí.

A la joven Californiana tenía muchas ganas de verla. Teniendo en precedentes las propuestas de anteriores ediciones en el mimo orden de sintonía (False Advertising por ejemplo). Y un repertorio inquieto y autodidacta, que la avala en calidad e imaginación.
No inventa nada, por supuesto. Pues los bits minimalistas que acompañan su funcional guitarra, tiran de la fórmula Ramones, unos Primitives a la americana y parte de la escuela Throwings, pasada por un discurso sencillo, directo y magnético. Pero hay una magia inherente en cada una de sus canciones: La fórmula magistral para urdir con bien poco, lo que otros desperdician en recursos y ya quisieran para si. Canciones que hacen de puente entre el Twee Pop y el Indie Rock de padre Punk.

Monologuista con la sola compañía de una bajista, de la que he intentado averiguar su nombre; fracasando en el intento. Y las bases que hacen de único vehículo para su guitarra la preciosa voz que tiene. Se bastó para desgranar el amplio repertorio que tiene, más alguna nueva. En un set pecado de algo de frialdad y falta de sintonía con el público, pero que por suerte fue ganando en intensidad según fue avanzando. Con algunos de los temas más emblemáticos de su último y más sensual disco “I Want to Grow Up/2015”, y a pellas con su otro lado más PunkPop del refrescante “Sock It to Me/2013”: Sonando Grind my Teeth, Wathever I Want, Tv. You're so Cold, o Only One.
Con el Espai Social de las Bassas prácticamente lleno desde las 21:00, y por fin rememorando su principal aliciente: No solo el fin lúdico de disfrutar de aquello que ya nadie se atreve a programar o reunir. Sino el el nexo cultural que solo la música es capaz de generar, cuando se huye de la arrolladora masificación en pos del reverso más rico, transparente y desetiquetado.
A fin de cuentas, el clímax que aparece así sin más, cuando público y artistas tienen ganas de dialogar sin intermediarios.

Y tuvo que ser el de Nashville, EZZ BARZELAY (Clen Snide). El que pusiera patas arriba la sala, con su particular manera de exponer su extenso legado musical, como quien de repente al salir al escenario y sentarse con su guitarra fuese poseído por el demonio de Screamin' Jay Hawkins.
Un concentrado acústico que invocó tanto a su carrera en solitario como a la de su apadrinada banda. Citó ya incluso y aun no siendo explícito, al sustrato musical de su ciudad. Donde ya desde pequeño se nace con el compás aprendido antes que el gateo, el balbuceo y hasta el papá/mamá. Nashville mama y da de mamar música desde pequeños y hasta en la escuela es materia imprescindible. Y Ezz podría e incluso debería, ser declarado patrimonio inmortal de esa tradición y sobretodo, el mejor portavoz para hacer que las canciones en su concepto más expresivo y viral lleguen como llegaron esa noche: Con un folk de expansión polinizadora hacia el bossanova, el trovador, el pop... O el simple cuenta historias, que es capaz de representar con tan poco, una obra de marionetas, mimo y mucha alma; demasiada.

Dejó ese halo de felicidad que inunda. Que provoca oleajes de interior e incluso te moja los tobillos mientras sonríes, das un trago a la cerveza y miras alrededor. No es nada excepcional: Un decorado simple, unas gradas recogidas, tenderetes y el latido.
El latido es constante, bombea. Y no se da en todos los sitios por muy espectacular y mediático que se quiera hacer. Eso lo suele provocar la gente, cuando el artista sabe trastear el borne adecuado.
Supongo que también lo hace la gente que allí asiste. Es en realidad como esa mezcla perfecta de sabores, o la piel que hace que el perfume huela así; distinto en cada cuerpo.
Por eso, cuando THE WAVE PICTURES subieron al escenario para poner el broche a la velada, lo hicieron con una sonrisa que parecía crear esa aureola digna de la aparición de la santa. Felices como nunca los había visto en otras dos ocasiones, y creo que con esa condición indispensable que hace que uno sepa que la noche va a ser grande; nada puede fallar ya.

El trío de Londres, trotadores de clubs, garitos y mil rincones. Son de esas bandas que se han ganado las habichuelas por mérito propio, mucho trabajo, y por hacedores incansables de canciones. Lo que se dice cocina de aprovechamiento donde nada se tira, e incluso con lo que para otros serían sobras, para ellos son himnos.
Desde que los descubriera con su Beer In the Breaker del 2011 y ese contagioso discurso tan de Modern Lovers & Jonathan Richman. La idea de su música ha ido cambiando hacia terrenos más bluseros, oscuros e incluso psicodélicos; todo sin perder su idea directa de como deben sonar las canciones.
Si hace 6 años era David Tattersall el que llevaba el peso de las canciones, con su malabarista guitarra. Ahora la banda funciona a relevos, con un protagonismo mucho más repartido; la experiencia, ese intercambio jazzístico sobre el escenario... Y supongo la magia del momento cuando las sonrisas y miradas son cómplices: Prueba clara de que la cosa está funcionando y las canciones se solapan desde un repertorio muy distinto entre si. Que se complementan, que ya se están convirtiendo en pequeños clásicos, y se pueden hasta permitir el lujo de reinventarlos sobre el escenario.
Jonny Helm toca los tambores como un diablo, y el bonachón y tímido de Franic Rozycki se suelta y se pega unos solos de bajo, que bien parecieran los saltos sobre la cuerda tensa de un acróbata funamblista. Afinados los tres como ese vino de taninos imperfectos y acidez desbocada que pasados los años, se ha vuelto complejo y sedoso.

Nos/me ofrecieron ese concierto siempre deseado, donde un grupo viene a tirar por tierra tus sospechas. Primero porque su último álbum de entrada me dejó un poco descolocado, y sobretodo supongo, porque su última visita careció de la chispa que a este le sobró.
Y mira que aquel Great Big Flamingo de hace cuatro años, me pareció seguramente su mejor y más arriesgado disco. Pero una cosa son las sensaciones que te produzca un Lp e imaginártelo. Y otra bien distinta es imaginártelo en demasía y distorsionar tu criterio. BAMBOO DINER IN THE RAIN/2017 pese a no destacar precisamente por prácticamente ningún llamativo tema, tiene esas gemas que dan lugar a seguir picando sobre el escenario. Y al final conseguir que su repertorio gane enormemente en matices y posibilidades ilimitadas.
Llama la atención la cantidad de adeptos incondicionales que arrastran ya a estas alturas, pese a tal y como recordaban hacia el final del concierto. Hace doce años en su primera visita, apenas si reunieron a cuatro descarriados.
Hace dos sábados, hicieron vibrar Les Basses con gran parte de su último y más laberíntico disco, sin apenas resentirse la ausencia de algunas de sus mejores y más clásicas bazas. Y con el valor añadido de centrar su directo en un último trabajo, que obliga a picar piedra sobre el escenario, y a creérselo para defenderlo.
Tremendas “Now I want To Hoover my Brain Clean” o “Panama Heat”. Pero sobretodo llamativo, porque vimos a unos The Wave Pictures distintos y con una coartada mucho más creíble, para acabar por convencernos que aquello que sentimos al escuchar sus discos, se traduce en su directos: Tensión, emoción, improvisación y felicidad. Alguien da más?